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Comienzos fallidos

no era lo bastante bueno
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He estado lejos del blog y esto no es, si he de ser estricto, un regreso, dado que no estoy escribiendo nada exclusivamente para él, sino, más bien, requecheando (nota marginal: el verbo requechear me seduce especialmente. Recuerdo una semana de turismo en las Termas de Guaviyú, acompañado por un amigo. Había campeonato de fútbol 11, para las barras, pero aunque nosotros éramos sólo dos, queríamos participar. Nos anotamos y los organizadores armaron un equipo con todos los que andaban medio sueltos a la vuelta. De ahí surgió un equipo que ni nombre tenía -y cuyos jugadores ni conocían el nombre de sus compañeros-, y el equipo se llamó «El rejunte», aunque íntimamente todos sabíamos que ni siquiera merecíamos esa dudosa dignidad, porque en realidad éramos «El requeche», aunque nadie lo dijese por respeto o vergüencita). Así que este post es un requeche, los restos de comida que quedaron en el borde de veinte platos que están a punto de ser lavados, las monedas olvidadas en todos los pantalones de una familia y que juntas apenas alcanzarían para adquirir un alfajor no muy pretencioso, los bocetos pudorosos de los que un artista de renombre no se deshace por nostalgia pero a los que espera poder destruir antes del llamado final. Sobras, señores, señoras; gente madura, púberes imberbes; eso es lo que pueden encontrar en este post. ¿Por qué, entonces, no dejo que el blog siga silencioso? ¿Por qué no espero -talvez se pregunten- a que vuelva a brillar una idea en esa cavidad cavernosa que es mi cráneo? Porque quizá eso no vuelva a pasar nunca, y habiendo tanta gente que escribe el primer bolazo que se le ocurre, me siento en mi legítimo derecho a la paparruchada. ¡Exijo mi derecho a hablar sin tener idea de lo que estoy diciendo! Debería ser un derecho constitucional. Si todo niño tiene derecho a seguir ensuciándose y a seguir aprendiendo -¡oh, macabros publicistas y directores de marketing, ¿qué de malo les ha hecho el mundo?!-, entonces supongo que un ciudadano puede alzar el puño y reclamar su derecho a hablar por hablar, al síndrome del papagayo verborrágico. Y ya que estamos en el baile, bailemos. Pero como para hacer lo que voy a hacer -y el preludio ya está quedando más largo que la obra, pero es lo que le pasa a los malos dramaturgos- necesito una coartada, déjenme buscar un libro y vuelvo (el autor se levanta de la silla y, con paso insomne, va hasta su desordenado librero, recorre los lomos desiguales con el dedo, encuentra lo que busca, reprime un «Eureka» porque no es para tanto). Ya está. El libro es «Cuentos breves y extraordinarios», uno de los curros con los que Borges y Bioy robaban la plata allá por sus años mozos (bah, no tan mozos). Veamos… si mal no recuerdo, lo de Hawthorne tiene que estar por acá (El autor toma el libro que había dejado a su izquierda -nada más que para burlarse socarronamente y de forma desleal de dos autores que tantos buenos momentos le han obsequiado, ah, indigno ser-, y busca en el índice). En la página 18 de este libro aparecen los ARGUMENTOS ANOTADOS POR NATHANIEL HAWTHORNE. Debo haber leído estas historias no menos de diez veces. De ahí me viene, estoy seguro, aquel afán juvenil de contar cuentos como si los personajes no importaran mucho, como si todo lo importante fueran los dos o tres giros de la trama y en vez de gente sobre el escenario hubiese maniquíes o estatuas. Eso aprendí de estas páginas, por culpa de una pésima lectura, claro está. Me pregunto si ya lo he desaprendido, pero no ahondaré en el asunto porque no quiero descorazonarme. El tema es que Borges y Bioy recogen aquí seis brevísimos esbozos de argumentos, supuestamente anotados por Hawthorne (aunque de mucho nos valdría desconfiar de aquellos dos viejos zorros). Transcribo el primero de esos argumentos: «Un hombre, en la vigilia, piensa bien de otro y confía en él plenamente, pero lo inquietan sueños en que ese amigo obra como enemigo mortal. Se revela, al fin, que el carácter soñado era el verdadero. La explicación sería la percepción instintiva de la verdad». Preguntémonos, ¿para qué anotaría Hawthorne estas cosas? Primero, se me ocurre, para no olvidarse, para tener una punta de piola, para saber de dónde arrancar cuando se decidiera a desenredar esa madeja. Segundo, para que alguien más la desenredara, si es que él se moría antes de hacerlo -cosa que al final pasó-, o si le daba pereza. No me acuerdo qué escritor regalaba argumentos a escritores menos imaginativos pero más laboriosos. Alguien era. Pero bueno, yo me imagino que Hawthorne estaría contento de que alguien, cientocincuenta años después de que su mano anotase estas líneas, completase la historia, aunque sólo fuese por jugar. Y dije todo esto para justificar lo que sigue. El año pasado, en el III Encuentro de Escrituras realizado en Maldonado, Inés Bortagaray y yo visitamos el Liceo Nº2 de aquella ciudad, invitados por Damián González -profesor, escritor, pater familias, buen tipo-, para charlar con alumnos de 3er. año. Recuerdo esa charla de casi dos horas con inmenso cariño. Sé que en un momento dado, una chica que estaba sentada del lado derecho, contra uno de los ventanales -afuera, otros chicos jugaban al voley con dudosa destreza- preguntó algo sobre si abandonábamos los cuentos, si nos resignábamos a no escribirlos. En ese momento a mí se me ocurrió la idea de escribir un cuento, saqué la libretita y anoté esto, con tinta roja: «un cuento con comienzos fallidos». La idea era esta: había que escribir un cuento hecho de, por decir algo, veinte párrafos de seis líneas. Cada párrafo sería un potencial primer párrafo. Es decir, la historia no iría para adelante nunca, sería como el ruido del motor que nunca llega a encender, que carraspea y ya. Pero eso no es del todo cierto, porque cada nuevo párrafo, se me ocurre, sería una forma distinta de comenzar el cuento, una variante mínima respecto a las anteriores. Entonces, si el lector leyera de corrido los veinte comienzos fallidos en realidad tendría en su poder todos los elementos necesarios para entender y armar la historia. No sé si se comprende la idea, pero no importa, porque no es una buena idea, ni siquiera es una mala idea. Como ya se cumplió un año de aquel apunte y nunca hice nada con esto me parece que ya era hora de responderle a aquella dulce estudiante: a veces, por más que uno quiera, hay historias que nunca va a escribir. Y lo que voy a hacer ahora, para que no todo se quede en preámbulos, es dejar anotados acá unos cuantos comienzos fallidos de cuentos que alguna vez (entre 2004 y 2006) empecé y que nunca voy a terminar. El que crea que se pueda hacer algo con alguno de ellos, que se sienta libre de tomarlos y salvarlos, cual cachorritos hambrientos que nada pueden ya esperar de su dueño actual.

1

Existen pocas formas más eficaces de salir de uno mismo que viajar, pocas maneras más veloces y efectivas de transformarse en otra persona que surcar miles de kilómetros de cielos vertiginosos bajo los cuales las nubes infinitas y los mares más inmensos son una sola nube, un solo mar. Diana y yo viajamos de noche, una noche larguísima que duró veinte horas o más. Alguien me explicó que en realidad estábamos volando a una velocidad y dirección tales que provocaban ese efecto, esa prolongada oscuridad. Estamos persiguiendo la noche, dije, y Diana sonrió cansada tras una semana demasiado larga de despedidas y preparativos finales.

2

Los muchachos me van a matar. No es la primera vez que se los hago, pero hoy de verdad que no tengo la culpa, aunque eso no importe, porque cuando llegue igual van a decir que Julia me tiene abajo de la pata, un pollerudo es lo que sos. No es cierto. Llegué temprano del trabajo y me di un baño. Todavía tenía tiempo, así que me acosté en el sillón con un libro. Lo siguiente que sé es que la mano de Julia me sacudía. Se te hace tarde, Sebastián, ¿la comida con tus amigos no era a las diez? Sí, era, claro que era. Me levanté de un salto, tiré un beso al aire, maldije a la pobre moto que nunca prende de una vez cuando la necesito, será la bujía, será el aceite berreta que le echo, será mi negra suerte, hasta que por allá arranca, brama, tose, la boca del caño escupe una nube negra como un cuervo y me voy, no vuelvo muy tarde, adiós, adiós.

3

Sin embargo, sobrevivimos. Fue difícil, porque sin darnos cuenta fuimos construyendo todo sobre unas estructuras a las que no conocíamos tan bien como para confiarle ese papel de sustento de nuestra vida. ¿Qué es tu vida, después de todo?, me preguntaba a veces Peter, siempre tan extraño, tan loco, y a mi cabeza venían los ratos delante de la máquina de escribir; las mañanas de los domingos; Eva, casi siempre Eva, muchas veces ella, por distintos motivos siempre ahí, presente; también se me venía a la cabeza el trabajo; el sobre con la plata; un reloj grande, como esos que ponen en los lugares públicos; se me venía la casa, también; mi madre, mi hermana (mi padre no, nunca el viejo, qué ingratitud la mía) y muchas cosas, como en un vértigo intermitente, medio enfermizo, hasta que todo se quedaba negro y sólo faltaban tres letras blancas que formaran la palabra fin, y luego los aplausos y la luz de la sala encendiéndose. Y en definitiva no estaba tan errado, mi vida no era, digámoslo ahora, una cosa demasiado mágica, podría haber sido apresada en palabras si alguna vez hubiera tenido el tiempo suficiente y un auditorio lo bastante atento. Pero lo importante no es eso, lo importante es que cuando creímos que no íbamos a sobrevivir, sobrevivimos; sólo para caer en la cuenta, quién sabe cómo, de que no, de que no sobrevivimos.

4

Es imposible, se justifica Jorge, prever la insospechada serie de sucesos que puede desencadenarse a partir de una sola acción casi insignificante, casi inocente. Al otro lado de la mesa está Leonor, sonríe y eso es la belleza, dos botones de la blusa desprendidos, el pelo rubio recortándose sobre sus hombros suaves, tibios, y un aura intangible y poderosa. Jorge le mira la boca, los labios juntándose y separándose, la lengua bailando tras los dientes, pronunciando una ese, una o, ahora una ele. La belleza es una bendición maldita, vuelve a justificarse Jorge, ¿quién habría resistido la oportunidad de?, se pregunta. Leonor busca al camarero con la mirada, levanta el brazo para llamarlo, pide un capuccino. De perfil su hermosura se vuelve más clásica, más etérea, de frente tiene algo de salvajismo, algo de dulce furia contenida en los ojos. ¿Quién podría culparme?

5

Mamá Mirtha se llevó una mano a la boca para ahogar el grito amargo y espeso que ya le subía por la garganta, como un agua negra. Instintivamente, con la otra mano, apartó la fotografía con violencia, que entonces cayó de las manos de Javier hasta un plato con pebetes. De pronto mamá Mirtha ya no estaba, de ella quedaba apenas la estela de su llanto agudo, como un leve chillido que terminaba en la cocina, donde papá Ernesto la consolaba contra su pecho, no fue nada, un vaso de agua y más lágrimas contra la camisa. La familia se había reunido para la foto, primero con desgano, luego fingiendo sonrisas convincentes, una muy aceptable felicidad de veinticuatro a la noche, con olor a sidra en el aire, a pastel de fiambre, a buenos deseos de cartón. Javier, el amigo que Gabriel inexplicablemente había invitado esa noche a pasar con ellos, orgulloso de su polaroid flamante, disparó el flash como un silencioso relámpago fugaz. Luego Javier se acercó a la familia y mostró la cartulina satinada en la que ya comenzaban a surgir, fantasmales, los rostros, la mesa, los cuadros en las paredes. Es por el aire y no sé que sustancias, decía Javier mientras sacudía el cartoncito, un proceso químico, seguramente. Y entonces le puso la foto delante de la cara a mamá Mirtha, y sería fácil mentir, decir que las cosas comenzaron ahí, pero no se puede. Mejor es decir la verdad y contar todo lo que pueda ser contado, el resto, ya se sabe, es la historia. Desde que Natalia murió mamá Mirtha había quedado muy mal, Gabriel era muy chico y por eso no se acuerda cómo era ella antes, así que para él esta es la única mamá Mirtha posible, una señora muy callada que anda por la casa de delantal, que limpia y cocina y que cada tanto pasa junto a él y le deja un beso de buen niño, aunque ya no sea niño y tampoco tan bueno, pero las madres son así, reacias a la realidad, y mejor así. Es un poco distraída también, cada tanto se le rompe un espejo y mientras junta los pedazos, y a veces se corta, dice algunas cosas de la desgracia, siete años, y se ríe con amargura porque antes ningún espejo roto y la desgracia igual, cosas así habla sola mamá Mirtha.

6

Mientras el profesor ordenaba abrir el Código Civil y leer el artículo 255, referido a la Patria Potestad, que como vimos en la clase de ayer tal cosa y tal otra y una maraña de palabras sumamente importantes a juzgar por el tono solemne de la voz del profesor, Julio retrataba a una compañera sentada tres bancos delante de él. Se llamaba Diana y era una almuna muy aplicada que pasaba casi toda la clase mirando al frente y muy de vez en cuando daba oportunidad a Julio de observarla lo suficiente como para corregir un trazo, como para asir el contorno de su rostro y traducirlo al papel, apropiándoselo. Por eso Julio se llevaba a la clase siempre algún otro libro, el Código Civil y la Constitución, claro, pero siempre algo más, como aquel día en que leía la biografía de Rembrandt y de pronto tuvo que hablar del Derecho Romano y se quedó en blanco por unos segundos que le parecieron infinitos segundos, hasta que salió del paso con algún comentario que había oído por ahí, tal cosa y tal otra, dijo, y el profesor se dio por satisfecho y buscó otra víctima. ¿Para qué venís acá?, le dijo alguna vez un compañero de esos que se creen con derecho a preguntar cualquier cosa por el mero hecho de sentarse junto a uno, como si la simple cercanía otorgara ya la confianza de meterse en todo. Mi padre quiere que sea abogado, dijo Julio sin amargura, apenas con cierta tristeza por el viejo, pobre, quién sabe por cuánto tiempo más lo voy a engañar, porque en cualquier momento. Y la frase siempre terminaba ahí, en cualquier momento y nada, como si todavía no fuera tiempo ni siquiera de la amenaza.

7

Una vez, para honrar a un dios que ya ha desaparecido, Vaschuk mató a su hermano. Brillaba el sol en la punta de la espada que alzó con un brazo imponente, brillaba también en sus ojos negros como pozos. El nombre del hermano lo ha devorado el paso de los siglos, el de Vaschuk ha llegado a nosotros gracias a la fuerza de lo que llamaremos crueldad, barbarismo, de lo que vemos como costumbres bestiales. Pero aquella muerte fue dictada por el destino, a través de la ambigua voz de un oráculo. Mentiría si dijera que Vaschuk dudó al descargar el peso de la espada, cortando el aire con un fuego sin luz. Aquella prueba de fidelidad al dios y a su hijo, el emperador, le valió a Vaschuk un alto puesto en el ejército, con el que luchó muchas veces sin miedo, pues para él la muerte no era más que otro comienzo.

8

Nos gustaba ir al cine muy seguido. Los sábados, los martes, los jueves. Después de la Facultad nos sentabábamos un rato en alguna plaza o yo la invitaba a tomar un café y a comer bizcochos, pero cuando caía el sol, casi como obligados por un pacto tácito, nos encaminábamos al cine para ver una o dos funciones, gracias a nuestra talonera de estudiantes. Después comentábamos las películas, eso parecía gustarnos más que verlas. Hablábamos del guión, de la fotografía, de las actuaciones, de la música, del director. Julia sabía mucho de cine. Yo también, pero me gustaba más escuchar los comentarios de Julia que emitir los míos. No siempre estábamos de acuerdo, era divertido contradecirla, verla reaccionar, reírnos juntos después. Ella, por ejemplo, tenía una idea muy clara acerca del horror, decía que el verdadero horror estaba en lo cotidiano, en una brevísima ruptura de lo cotidiano, y en la casual percepción de esa ruptura. Algo inexplicable pasa y sólo vos lo notás, después, todo vuelve a estar como antes, nada ha cambiado, o sí. Esa fugaz sensación, no de los sobrenatural, no quiero decir eso, pero sí de lo inexplicable, como un sabor parecido a nada que te gana la boca y te dura unos segundos, eso es para mí el horror, decía convencida.

9

Me ocultaron el diagnóstico inicial, mi esposa, mi padre, el mismo doctor Schob. Tomaron la decisión en secreto, haciéndome creer que era dueño de mi voluntad. Comencé a descubrir de qué se trataba aquello una tarde de noviembre. El doctor Schob, un hombre cadavérico, de blancas y largas manos, me pidió que me quedase un rato en el consultorio mientras él hacía una llamada en el otro cuarto. Cuando se fue, me puse de pie y me acerqué a la pared. Leí con atención la docena de diplomas que Maximilien Schob ostentaba. Sin duda estaba académicamente capacitado para tratar mi caso, cualquiera que aquel fuese, pensé. Apenas volví a sentarme en el sillón, por la puerta que daba al pasillo entró un hombre. No era Schob, era mucho más bajo, llevaba bigote, un par de lentes, corbata y una incómoda sonrisa. Me estrechó la mano. Parpadeaba de forma compulsiva, se frotaba los dedos y cada dos o tres palabras sacaba un sucio pañuelo del bolsillo de su saco y se lo pasaba por la frente. Era un hombre desagradable, incómodo, de esos que suelen despertar en los demás cierta repulsión o lástima.

– ¿Usted es…? -me dijo, como si mi cara le recordase a alguien.

– Soy Julián Fine -le respondí.

– Ah, Fine, verá, señor. Yo sólo deseo… ¿Cómo decirlo? He venido para advertirle, señor -hablaba con una voz temblorosa y ágil mientras miraba a la oficina contigua desde la cual se oía la conversación que Schob mantenía con algún colega.

– ¿Advertirme de qué? ¿Y usted quién es? -dije poniéndome de pie, de modo que mi estatura, superior a la del extraño, me ayudase a acentuar mis palabras.

– Soy el señor Rufer, André Rufer, es un placer -dijo esto y se acercó hasta la puerta tras la cual estaba el doctor Schob; cuando se cercioró de que la conversación de aquel aún no terminaría, se acercó a mí y continuó-. Váyase ahora, hágame caso, señor Fine -me dijo-. Este lugar no es lo que parece.

10

Todavía le dolía la cara. La última trompada había sido un martillazo relampagueante directo al pómulo izquierdo, un martillazo que le sacudió la cabeza y quedó zumbando con un agudísimo pitido que comenzó a apagarse luego del golpe seco contra la lona. Cayó como un muñeco sin huesos, como si estuviese relleno de trapos, de ropa sucia, con los brazos muertos a ambos lados del cuerpo. El árbitro contó hasta diez desde un ring que quedaba en otro mundo y recién entonces dos pares de manos lo arrastraron hasta su esquina para despertarlo con agua y cachetazos. Alguna gente rompía con furia sus boletos, otros, eufóricos, saltaban en sus asientos. Rojas levantó el único ojo que le quedaba abierto y con mucho esfuerzo alcanzó a ver a su rival entre la muchedumbre al alzar un cinturón dorado, al escupir el protector bucal, al sonreír con una mueca deforme debajo de su nariz chata. Pero vos lo ves, dijo Rojas sin mirar a Montoya con una voz absolutamente rota que le salía a duras penas de la boca sangrante, vos lo ves y no podés creer, qué vas a poder creer que ese tipo me haya tirado. Si le dan ganas de llorar a uno, y mientras decía esto lloraba, pero no sentía nada en la cara, adormecida a golpes, y por eso las lágrimas le corrían tranquilamente por la pera y goteaban, una a una, hasta la lona.