Que el diablo se quede en la botella

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1

Me pregunto si el arte debe tener límites. Desarmo la pregunta mentalmente. Es una tontería, pienso entonces. No hay nada que no tenga límites. Si algo no tiene límites no se puede decir dónde empieza y dónde termina, no se puede decir que exista realmente, que se diferencie de lo que lo rodea. Bien. El arte tiene límites, entonces. En una situación ideal esos límites serían estructurados por el artista, en pleno uso de su libertad. Claro que también su libertad está limitada por contexto, biografía, educación, cultura (el lector puede agregar lo que quiera acá, a mí me aburre un poco hacer estas listas). Hay época más propicias para forzar los límites convencionales y épocas menos propicias, más acomodaticias, si se quiere. De algún modo parece que el artista en general siempre se siente bastante agobiado por los límites que se le imponen (está en su esencia de artista, imagino), y busca sus propios caminos, que no son otra cosa que caminos a través de una pequeña o gran grieta en la burbuja que todo lo envuelve. Los que toman ese impulso y lo convierten en arte son conocidos luego como “rupturistas”, gente que pisa terreno virgen a cada paso, que va donde siente que no fue nadie antes. Esto puede hacerse al menos de un par de formas: primero, por un impulso, una necesidad natural y honesto; segundo, por imitación. Los rupturistas por imitación suelen formar parte de la retaguardia de las vanguardias y siempre dan la sensación de ser gente que ha llegado tarde a la fiesta y que en vez de hacer lo único que decorosamente pueden hacer (ayudar a limpiar el estropicio), se empeñan en seguir bailando como borrachos aunque no hayan tomado una gota. Mientras los verdaderos vanguardistas muestran nuevos caminos, no para que se los imite, sino simplemente para que se comprenda eso, que existen nuevos caminos, a los retaguardistas lo de los nuevos caminos mucho no les importa, aunque ellos lo nieguen con todas sus fuerzas. El problema es que esta gente se puede poner muy extremista. Pueden despotricar contra el soneto, por ejemplo, tildándolo de estructura arcaica, limitante y obsoleta. Claro que noventa y nueve de cada cien de estos chicos no podrían escribir un soneto ni aunque la vida de su madre dependiera de ello. También suelen odiar la crítica. Y es que ella suele presentarse como una manifestación de los límites, dado que la buena crítica no puede serlo sin establecer valoraciones en algún momento, digámoslo en tono coloquial: sin jugársela. Una crítica que se juegue siempre va a establecer una estructura de conceptos e ideas. Esa estructura se propone no como algo acabado y definitivo, sino como un elemento más en el proceso de comprensión de la obra. Lo mejor de una buena crítica es que, ya sea para acordar con ella o para refutarla, hay que pensar, hay que pensar en la estructura que propone, en los límites, y, si se quiere derribarlos habrá que hacerlo desde los argumentos y no meramente desde los gustos o las opiniones. Uno puede calentarse soberanamente con los tipos que, como Harold Bloom o James Wood, dictaminan el canon moderno. Pero estos y otros caballeros, desde su soberbia erudición (soberbia en todos sus sentidos), arriesgan el trazado de una cartografía personal. Se puede estar de acuerdo o no con esos mapas (a veces señalan lagos donde uno sabe que hay desiertos, y estepas donde claramente lo que hay es una selva), pero, caramba, es mucho mejor tener esos mapas a no tener nada, y es que sin límites, el arte está frito. Por eso decir que todo es arte equivale a decir que nada lo es. Un inodoro amarillo a lunares lilas colgando del techo no es arte, por mucho vino y sándwiches que den en el vernisagge.

2

La sobreestimulación es un problema. ¿Cómo escribir (pintar, componer, actuar) para un público que está permanentemente sometido a un bombardeo de estímulos? El problema, quizá, sea precisamente entrar en ese juego de apuestas redobladas, en el que el creador busca producir un efecto sensorial antes que un efecto sensible. A esta intención responden, creo, las vueltas de tuerca, los finales sorpresa, los golpes bajos, las trampas, las transgresiones. El equivalente físico de todas estas manifestaciones artísticas es ensartar una aguja en el glúteo del lector para que éste dé un brinco. Se persigue desesperadamente el brinco. El asunto es que al enésimo pinchazo el lector ya no reacciona. Bosteza, se menea perezosamente en su silla, se siente estafado, pide que le devuelvan la plata de la entrada o deja el libro por la mitad. Si entonces el creador se empeña, en lugar de explorar caminos alternativos (básicamente, buscar otras metas) en subir la apuesta, lo que puede ocurrir es que más tarde o más temprano atraviese el último límite, que, se me ocurre, es de carácter ético y se produce en el instante en que el creador se pregunta si realmente tiene derecho a hacer eso, a crear esa obra. Será mejor ilustrar este punto con un ejemplo. Hace unos años, un artista decidió atar a un perro de la calle, un perro viejo y enfermo, en su exposición, y dejarlo morir de hambre. Literalmente, dejarlo morir allí, a la vista de todos. La aguja. Obviamente, muchos se escandalizaron ante lo que consideraban un acto de la más pura barbarie. El brinco. Y luego vino la justificación, páginas y páginas de periódicos y blogs, cadenas de e-mail y minutos de informativos de televisión llenos de argumentos a favor y en contra. Claro está que el artista salió a hablar, a explicar sus intenciones, que eran (dijo él) las de revelar la hipocresía de una sociedad que diariamente deja morir no sólo perros, sino personas, ancianos, niños, sin que nadie utilice ni una fracción de la energía que estaban utilizando para indignarse por la muerte de un solo perro enfermo. Interesante y provocador, pero en el fondo, apenas un argumento tramposo. La justificación de un modo de arte que renuncia a la sensibilidad para apelar a la patada en el estómago. ¿No había otro modo de decir eso? ¿No había un modo en el que no interviniera la crueldad? ¿No es ese el límite que no debe cruzarse, el de la crueldad? ¿Tiene el arte una especie de free-pass que lo autoriza a todo? ¿Debe tenerlo? Pienso ahora en Irreversible (2002), film del franco-argentino Gaspar Noè en el que se registra una de las violaciones más brutales de la historia del séptimo arte (y un asesinato no menos brutal). La aguja. Gran parte de los espectadores que asistieron a las salas de proyección, quizá poco avisados, acabaron por retirarse a los pocos minutos tras abuchear la cinta. El brinco. Cuando consultaron a Noè acerca de la necesidad de hacer una película así, se limitó a decir: «He hecho una película que me gusta y eso es todo. Si la gente quiere hablar de escándalo, eso depende de ellos». Gran aporte, ¿verdad? Mientras, Patrick McGavin, un crítico del diario estadounidense Chicago Tribune, dijo algo así como que en la película «hay muchas cosas en son injustificadas. Es profundamente perturbadora. Va demasiado lejos». Me quedo con la idea de la injustificación y lo de ir demasiado lejos. Cuando uno decide, como Noè, aventurarse en ciertas oscuridades, creo, le conviene guiarse por algo más que la luz de sus propios gustos e inclinaciones. ¿Era necesario? Hay que preguntarlo de nuevo. Una violación que dura diez minutos de cinta y termina con una golpiza bestial. ¿Era necesaria? Probablemente no había otros medios al alcance de Noè para provocar lo que provocó de ese modo, por las sencillas limitaciones de su talento. Pienso en una situación análoga. En la novela Desgracia (1999), del sudafricano John Maxwell Coetzee, la hija del protagonista, que vive en el interior de Sudáfrica, ha sido violada. El lector no accede a la escena en la que eso ocurre. La certera noción de que eso ha ocurrido es algo que simplemente comienza a caer por su peso, a sedimentar en la conciencia del narrador y, a través de él, en nosotros, los lectores, con una fuerza tan lenta e imperturbable que adquiere toda la compleja profundidad de algo que ha sucedido realmente. Sentimos que eso ha pasado en verdad, y entonces sentimos mucho más que repulsión y compasión, tenemos sensaciones y pensamientos demasiado intrincados para poder ser nombrados uno por uno, separadamente. Y eso pasa gracias al arte, ya no a las agujas y los brincos. Coetzee no necesita horrorizarnos, su talento (o su genio) le alcanza con llevarnos con paciencia por el largo camino de una historia bien contada en lugar de tomar el atajo siempre provocador de la crueldad, que a Noè parece resultarle tan grato.

No es casualidad que haya sido el mismo Coetzee el que en su novela-ensayo “Elizabeth Costello” (2003), aborda el tema de los límites éticos de la literatura. La cosa es así, a la venerable anciana Costello la han invitado a hablar sobre el mal. En el momento de recibir la invitación ella se encuentra leyendo un libro de un tal Paul West que se refiere a la forma en la que fueron ejecutados los traidores nazis (liderados por el Conde von Stauffenberg) que quisieron asesinar a Hitler. Ese punto de partida abre el camino para reflexiones más que interesantes, esenciales. Extracto algunas líneas aquí.

Pero cuando llegó la invitación ella estaba bajo la maligna fascinación de una novela que estaba leyendo. Se trataba del peor tipo de depravación y la había succionado en un estado de ánimo de abatimiento sin fin. ¿Por qué me hacen esto? quería gritar mientras leía, sólo Dios sabe a quién. (…) hasta que al final apartó el libro y metió la cabeza entre las manos. ¡Obsceno! quería gritar pero no gritó porque no sabía a quién había que lanzarle la palabra: a sí misma, a West, al comité de ángeles que observa impasible todo lo que acontece. Obsceno porque esas cosas no deberían ocurrir, y obsceno también porque una vez sucedidas no deberían darse a conocer sino ocultarse y enterrarse para siempre en las entrañas de la tierra (…) ya no está convencida de que la lectura siempre haga mejor a la gente. Es más, ya no está segura de que los escritores que se aventuran en los territorios más oscuros del alma vuelvan siempre ilesos. Ha comenzado a preguntarse si siempre es bueno escribir lo que uno quiera y leer lo que uno quiera. (…) Hay muchas cosas como esto de contar cuentos. Una es una botella que tiene dentro un genio. Cuando el narrador abre la botella, el genio sale al mundo, y es endemoniadamente difícil regresarlo. Su perspectiva, su perspectiva de ahora, su perspectiva en el ocaso de su vida: es mejor, en general, que el genio se quede en la botella.

Estos son sólo algunos fragmentos de las disquisiciones de la buena señora Costello. Cada frase se dispara en mil direcciones, tiende puentes, titubea, regresa. Coetzee no nos muestra una idea acabada, nos muestra la construcción de una idea inacabada. Y ahora, lo esencial:

Obsceno. Ésa es la palabra, palabra de debatida etimología, a la que ella tenía que aferrarse como a un talismán. Ella considera que obsceno quiere decir fuera del escenario. Para salvar a nuestra humanidad, algunas de las cosas que querríamos ver (¡que querríamos ver porque somos humanos!) deben quedarse para siempre fuera del escenario. Paul West ha escrito un libro obsceno, ha mostrado lo que no se debería mostrar. (…) Hoy ésta es mi tesis: que algunas cosas no es bueno leerlas ni escribirlas. En otras palabras: sostengo que el artista arriesga mucho al internarse en lugares prohibidos, se arriesga, específicamente, a sí mismo, arriesga, tal vez, todo. Tomo en serio esta afirmación porque tomo en serio la prohibición de los lugares prohibidos.

3

Hace algunos meses participé de la antología “La banda de los Corazones Sucios”, que ya se editó en Bolivia y que está próxima a salir en Argentina y España, en la que se reúnen cuentos en los que la villanía es el factor común. Cada autor convocado debía elegir un villano (ficticio o real), y escribir un cuento a partir de él. Yo elegí a un famoso asesino norteamericano de principios de siglo XX: Albert Fish. Leí todo lo que encontré acerca de él y al final me senté a escribir. El resultado fue un cuento de ocho páginas titulado “Correcto Doctor Gault”. La estructura del cuento es muy simple. Un psiquiatra de Sing-Sing recibe, tras la ejecución de Fish, un sobre con una carta dirigida a él de parte del mismo asesino. Fish sentía una poderosa inclinación por escribir cartas y, en realidad, la carta que yo me invento es en sí el relato. Al final de las páginas, mi Fish ficticio dice esto:

Eso es lo que más asusta, supongo, esa cualidad del mal -de lo que usted y los suyos llaman “el mal”-, la capacidad de vibrar y extenderse como por contagio, como una gota de tinta que cae en una hoja de papel y se hincha y crece hasta límites que superan con mucho los límites originales de la gota.

Pues bien, todavía no he recibido la edición de la antología (y por lo tanto no he leído los demás relatos), pero ya vi la portada, en la que se combinan elementos estéticos de “La naranja mecánica”, de Kubrick, con la serie televisiva de Fox sobre un asesino serial, “Dexter”. Y como las coincidencias ocurren, ayer me topé con una noticia terrible. Decía más o menos esto: hace algunos meses, en Ohio, Anthony Conely, de 17 años, estranguló a su hermano de sólo 10 años y confesó que lo hizo por un impulso similar al que se siente «cuando tienes un antojo de hamburguesa». Conely es un fanático, precisamente, de la referida serie de Fox, donde el asesino es el encantador protagonista. De hecho, Conely declaró que se identificaba con Dexter. No es la primera vez que la serie inspira un asesinato, ya que en 2008 un hombre de 29 años asesinó a una mujer de 38, alegando prácticamente lo mismo y declarándose como un fan de esta serie televisiva. Las declaraciones de ambos podrían estar buscando la declaración de insanía (¿matar por imitar a un asesino de televisión?, esa gente debe estar loca), o quizá esta vez el brinco ha sido mucho más alto de lo que el dueño de la aguja podía haber imaginado.

  1. Notables ideas, Leo. La claridad y contundencia de tus expresiones me eximen de mayor comentario. Si alguien perezoso entra aquí sólo para leer los comments (sé que los hay porque alguna vez he sido uno de ellos…), por favor, no deje pasar este post.

    saludos

  2. Sí.
    Lo del soneto lo he pensado exactamente del modo que lo decís.
    Y hubo cosas que iluminaron algunas de mis calles no tan alumbradas.

    • Leo Cabrera
    • 18 de septiembre de 2010

    Pedro: ¡gracias! Nos hace falta La letra breve, definitivamente, para despuntar el vicio de los ensayitos que en los blogs espantan por lo largo (y lo ancho)… abrazo.
    Nacho: (felicitaciones públicas por la mención de la IMM), si el post fue aunque sea un fósforo, me quedo contento, ya encenderá usted su propia antorcha.

  3. Sí… habría que volver con LLB y ampliar, estoy de acuerdo que se extraña el espacio.

    Este post lo leí anoche y no ha dejado de resonar y me vienen á la cabeza constantemente algunas palabras o frases: Werther y la subsiguiente ola de suicidios románticos, el atentado a John Lennon, Charles Manson, Tiempos violentos, particularmente la escena donde violan al negro, en fin…, por el lado del arte, catarsis, liberación de pasiones… no sé… tiene muchos puntos de debate que en cuanto algo del desorden se ordene voy a ver cómo hago para escribir al respecto.

    saludos

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